A veces, el tren aparece en Frías como un dragón de hierro. Tiemblan los vidrios cuando arrastra sus vagones en lo profundo de la noche. Mis pesadillas se deforman con los pitidos y salgo semidesnudo al balcón, convencido de que soy una estrella que ha perdido su atractivo debido a la ingesta desaforada de empanadas, locro y tamales. En noches como esas, tardo unos segundos en darme cuenta que la palmera que adorna la vista no es hawaiana. Entonces arrugo el ceño, me rasco la cabeza y verifico mi realidad: vivo al costado de las vías, enfrente del parque de maniobras del ferrocarril, a poca distancia del guadal, del río Albigasta y de los montes. En el segundo piso de un hotel decorado al es...